Un estado clientelista
Por Froilán Casas
Obispo de Neiva
Uno de los grandes daños que se le hace a la democracia es un gobernante clientelista o, para ampliar el concepto, un Estado clientelista. El diccionario de la lengua española, define el término clientelismo así: “Sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos a cambio de su sumisión y de sus servicios”. Frente a la realidad colombiana creo que la definición se queda corta. En lenguaje criollo, el clientelismo es un cáncer que hace metástasis tragándose el presupuesto del Estado, dinero que pertenece al Bien Común y que debe administrase con pulcritud y racionalidad. En este aspecto, un gran número de colombianos han perdido la conciencia de pecado, o mejor, ¿alguna vez han tenido conciencia moral? Nuestro Estado es un Estado alcabalero; los colombianos que trabajamos de sol a sol, pagamos un sinnúmero de impuestos. Acaso, ¿estos se traducen en buenas vías, excelentes hospitales, excelente infraestructura escolar, óptimos lugares para la recreación, excelente enseñanza escolar, etc.? La corrupción debilita y acaba con la democracia; es la antesala de una dictadura, de totalitarismo de Estado, de una oligarquía excluyente y absorbente marcada por el caudillismo. Para un gobernante y una mente clientelista, no hay presupuesto que alcance para pagar tanta nómina y tantos “favores” electorales. Sencillamente el exceso de burocracia se traga el dinero de los contribuyentes. ¿Dónde están los planes de gobierno que midan la eficacia de la administración en términos de resultados? Ante un Estado ineficiente se añora una empresa privada que administre la cosa pública con políticas de productividad y de eficiencia. Cuántas entidades del sector público están en permanente quiebra económica, sencillamente porque la burocracia se las ha devorado. ¿Dónde está la medición de funcionamiento, versus inversión y ampliación de cobertura y de servicios? Es urgente aplicarle a las empresas del sector público una reingeniería en los procesos de funcionamiento y estoy seguro que con un mínimo de planta de personal con alto compromiso con la empresa, se logran resultados positivos. ¿Dónde está un Código Disciplinario Único, que sancione la ineficiencia del mal llamado servicio público? Cuántos empleados hay que vegetan y, además están insatisfechos, bravos con la marrana pero con la morcilla no. ¡Qué olímpicos! Son rémoras y zánganos que viven “cuadrando” su salario con cuantas mordidas puedan hacer. ¡Ah, pero para salir a protestar están en primera fila! Lentos para trabajar y rápidos para cobrar la quincena. Suelen tratar mal a los usuarios, se parapetan en padrinos políticos, en organizaciones sindicales y gritan toda clase de reivindicaciones. Un Estado fosilizado en las manías de funcionarios cansados, hacen del servicio público un calvario para los ciudadanos que pagamos los impuestos, gracias a los cuales reciben mensualmente su salario. ¡Ah, cuánto dinero despilfarra el Estado! Mientras tanto la conectividad sigue estancada, los agricultores pierden sus productos y no los pueden hacer competitivos, los planes de desarrollo se convierten en letra muerta y la retórica barata resuena en plazas y coliseos. Un Estado así no hace creíble a sus gobernantes y los ciudadanos cansados de escuchar tanta demagogia, elegirán a aquel que le ofrece el oro y el moro y mañana la tiranía.