La tórtola
Hace dos días una tórtola se estrelló contra los vidrios de la ventana cerrada. Un gavilán apareció en el cielo y ella enceguecida, intentó entrar. Su menudo cuerpo no resistió el choque. Anocheció cuando el día empezaba a clarear.
Yo la miraba con temor. El plumaje en caída, el ángel compañero mirándola de lejos, la breve cabecita, toda barro y ceniza, confundida con el vientre y las alas preparadas para entrenarse en el último vuelo.
La calle se alargaba. Cada quien repetido sin descanso. Los árboles alineados frente a la casa. Las carretas y su carga de cachivaches domésticos. El carro del vecino, el vigilante del barrio, la navidad y sus acrobacias luminosas como dueña absoluta del escenario, todo como si nada hubiera sucedido. Ni siquiera un suspiro para esa ráfaga que empezaba a fugarse en el viento.
Pero éste no es el meollo del asunto. Es utópico pretender que detengamos el paso ante un hecho tan nimio como la muerte de una tórtola callejera. La vida es una carrera desenfrenada y nos blindan demasiadas corpulencias que hablan, requieren, acometen, venden, compran, saludan, para que nos demande un segundo de atención algo que pesa menos que una brizna de paja. Lo grave es confirmar cómo nos desgastamos enrejándonos, cómo nos endurecemos haciéndonos de la vista gorda, cómo envejecemos y morimos sin darnos cuenta.
La muerte violenta y absurda de la tórtola es el último eslabón de una larga cadena de transgresiones esenciales. El planeta creado para la respiración de la alcachofa, el grito de la piedra, el retozo de los seres amables, el equilibrio desafiante de las aves, es hoy una extensión de tierra parcelada sin inteligencia.
Insensatos como niños recién nacidos, hablamos de libertad cuando enarbolamos la bandera o entonamos el himno nacional, olvidando que los símbolos son apenas expresiones de una esencia intocable.
A la tórtola de mi historia no la mató un gavilán ni un chico ocioso ni siquiera el paso de la vida. La asesinó la reja con que el invasor protege el terreno usurpado. No hay nada respetable. Elefantes, cocodrilos, osos, tigres, insectos o dinastías minerales instaladas por milenios en las más profundas sonoridades de la tierra, fueron tomados a mansalva por este animal insaciable. Osamos podar hasta desguarnecer, hollar hasta borrar, tomar la sutileza y el asombro para jugar. Desvestimos progresivamente los glaciares y poblamos de fantasmas metálicos las oquedades del silencio.
Hoy un invierno atípico por inclemente, intenta reconvenirnos. Pero anochece demasiado aprisa. Invadimos todo y no tenemos nada.