La crisis de gobernabilidad
Así como los partidos parecen estar en crisis, también los gobiernos parecen incapaces de resolver los problemas que afectan a la mayoría de los países en todo el mundo.
Hay una crisis política, pero también una crisis de gobernabilidad. Y dicha crisis de gobernabilidad puede obedecer a tres crecientes disfuncionalidades que hace medio siglo no eran tan pronunciadas. Primero, mientras el juego político electoral es local, el verdadero poder es crecientemente transnacional y no se ha acabado como, erróneamente, ha planteado Moisés Naim. En la esfera de la economía, el signo más evidente es la pérdida de poder de los países para fijar su política monetaria, la cual han cedido a la Reserva Federal de los Estados Unidos. Con muchos esfuerzos, los bancos centrales de los países emergentes pueden apenas afectar la parte corta de la curva de rendimientos. Pero las tasas de interés de mediano y largo plazo, los flujos de capital y el valor de las monedas, en gran medida, ya responden a medidas que han sido tomadas fuera. Los ciclos de los precios de los productos básicos y alimentos, como el petróleo o el trigo, también hacen o deshacen gobiernos. Vladimir Putin, Hugo Chávez o Néstor Kirchner fueron, en gran medida, producto de una fase ascendente de los precios del petróleo y de los cereales. Aunque Putin se mantiene, la caída de estos precios ha hecho evidente el talante autoritario, la corrupción y la incompetencia de los gobiernos de Maduro y de Cristina Fernández. Pero, además de la economía, también una fuente importante del derecho que aplicamos viene de afuera. Las leyes aprobadas por los representantes del pueblo en el Congreso ya no son la única fuente del derecho, pues ha cedido parte de su origen a la jurisprudencia de las cortes locales, a los jueces constitucionales, pero también a comisiones y cortes internacionales.
La segunda disfuncionalidad radica en que, mientras a los gobiernos se los elige por períodos de cuatro años, es necesario realizar políticas estructurales que sólo dan fruto en dos o más décadas, como mejorar la calidad de la educación, eliminar la informalidad laboral, construir grandes obras de infraestructura o reformar la justicia. Todas estas políticas requieren medidas que pueden ser costosas políticamente y, por eso, los gobiernos las evaden y se concentran en medidas de muy corto plazo, que no resuelven los grandes problemas estructurales. La tercera grave incongruencia es el creciente papel de los individuos como consumidores a costa de ejercer sus derechos y obligaciones como ciudadanos. Las personas se han retirado de la esfera pública y se han volcado sobre una esfera crecientemente privada. El centro comercial ha reemplazado a la plaza pública. No estoy planteando que tengamos que volver medio siglo atrás, cerrar la economía, nombrar dictadores benevolentes, que sólo construyen carreteras, y recortar la libertad de escoger de la gente. No. Lo que necesitamos es un liderazgo que entienda la nueva realidad de la política en un mundo crecientemente integrado. Necesitamos un liderazgo que tenga el coraje de decir que Colombia necesita tomar decisiones duras, pero necesarias. Necesitamos un liderazgo que convoque a los jóvenes a cumplir sus deberes como ciudadanos y a debatir juntos sobre el bien común y sin miedo a plantear los grandes dilemas éticos y espirituales. Necesitamos un liderazgo que piense no en la próxima elección, sino en la próxima generación.