La Barca de Calderón
No quiero saber nada de este puto país

El texto literal
Gabo: “No quiero saber nada de este puto país”
Por Carlos Andrés Pérez Trujillo
Diario del Huila, Neiva
22 de abril de 2014
LA ESPERA DE LOS REPORTEROS
Nadie sabía con certeza qué figura estaba adentro. Los fotógrafos se apostaron frente al Claustro Santo Domingo por toda la calle Gastelbondo, como soldados en la trinchera al acecho de su enemigo. Ningún periodista podía entrar, esa era la orden impartida a la vigilancia señorial que cumplía los protocolos de seguridad del Presidente que estaba adentro con su esposa y otras figuras, entre ellas, Gabo o Gabriel García Márquez. De modo que lo único que podía hacer un reportero era esperar.
El cola′o
El nobel de Literatura hacía algunos años no visitaba Colombia, pues desde que salió exiliado a México en el Gobierno de Julio César Turbay Ayala, solo estaba por cortas temporadas en su país. De modo que su presencia era más que un milagro político, un regalo literario para todos los asistentes al Hay Festival 2006. García Márquez, más que un reconocido escritor que atraía con el simple hecho de su presencia, era un amante del poder que llegó a fascinar a los mandatarios más poderosos del mundo, como a los menos poderosos. En cambio yo no era más de un desgraciado estudiante de periodismo colado entre literatos, que contra toda la oposición del profesor Luis Ernesto Lasso, me echaron en un bus donde solo iban estudiantes de literatura de la Universidad Surcolombiana, rumbo a la amurallada a ver el mediático evento literario.
Los rolos en Cartagena
Llegamos el miércoles 25 de enero después de una noche y un día entero de viaje. El profesor Lasso con su novia se perdieron en la inmensidad del mar y solo tres días después los vimos en una conferencia del publicitado evento, que era más visitado por estudiantes rolos que cartageneros. Claro, ¿qué humilde estudiante pagaría 15.000 pesos (hace ocho años) para ver hablar a solo un señor famoso de sus libros?, la mayoría de los que entrábamos a las conferencias era con cortesías, que luego revendíamos al doble o triple para poder entrar a más charlas con escritores laureados en muchos rincones del mundo.
El día que conocí a Gabo
El día que llegamos a la Ciudad Amurallada lo primero que hicimos con el periodista Javier Núñez fue buscar la casa del nobel colombiano, que encontramos en la esquina de la calle del Curato de Santo Toribio, vecina del Hotel Santa Clara y de las murallas de Cartagena. Tan pronto supimos que el afamado escritor estaba adentro, lo esperamos con la seguridad de que algún día saldría. Así, la espera fue menor a lo que suponíamos y de repente lo vimos salir en su carro con la serenidad que lo caracterizaba, hablando quién sabe de qué cosas con el conductor mientras su esposa, Mercedes Barcha, atrás. sonreía.
La espera
Me parecía increíble ver por primera vez a un genio, que 50 años atrás no era más que un periodista de El Universal, que pagaba arriendo leyendo poemas y soñaba con el famoso y solicitado hombre, que ahora viejo era. Quedé estático en la calle, mientras él saludaba con su mano sin bajar el vidrio del carro. Fueron segundos de eternidad en que por mi mente pasaron los personajes de sus novelas. Todo un mundo literario a metro y medio de mis pies. No sería la única vez que lo vería. Dos días después se haría realidad lo que siempre esperé. Estaba allí frente al Claustro Santo Domingo aquel viernes 27 de enero, junto a silenciosos periodistas internacionales y sobrados comunicadores nacionales que solo se preguntaban si el que iba a salir primero era Gabo o el entonces presidente Uribe Vélez.
Remedio contra la idolatría
El reloj marcó las 11:17 p.m. y se abrió la puerta del claustro. Yo me escabullí en medio de los periodistas y vi nuevamente y para siempre al padre del realismo mágico. Tenía frente a mí el creador del mundo macondiano de los pescaditos de oro, de Melquiades, y el dueño de un Coronel lúgubre y pobre como muchos huilenses, que salen el domingo a misa con su mejor traje y con los bolsillos rotos. “Maestro, siempre en mi vida quise conocerlo”, le dije mostrándole mi mano y él extendió su mano caratosa, levantó su mirada protegida por dos grandes lentes y me dijo: “bueno, aquí me tienes”. Fue un fugaz saludo que se convirtió para siempre en un remedio contra la idolatría hacia los famosos.
El puto país
Los saludos fueron abrumadores, las cámaras disparaban sus flashes y las señoras gritaban como adolescentes: ‘¡Gabito!’, ‘¡Gabito!’. Entre tanto, García Márquez, que llevaba de gancho a su esposa y un mexicano ansioso de conocer opiniones del genio, le preguntó: ‘maestro, qué opina de Colombia’. Automáticamente, el escritor paró, todos detuvieron la marcha en plena calle, “no quiero saber nada de este puto país”, dijo, al tiempo que recalcó: “yo lo único que quiero saber es dónde está mi esposa”. Instantáneamente todos se abrieron paso y su esposa apareció en medio de la muchedumbre con la amiga que la acompañaba. Se sujetó del brazo del anciano nobel y se fueron caminando silenciosamente hacia el carro que los esperaba a menos de una cuadra del lugar.