Neiva de antaño: Los burros de Avichente
Comedia de un solo acto. Era un pueblo pequeño, pastoril y polvoriento, enmarcado todavía en la cultura del siglo XIX, que en la modorra de su calor empezaba a soñar proyectos de modernidad.

Eduardo Solano Salas
1940... Neiva… Y empieza un nuevo día en el amanecer de su historia tras el largo sueño colonial. Tan solo hace un año que el ferrocarril estaba detenido en la estación de Polonia (Villavieja), ahora arrollador y estruendoso hace su entrada triunfal a la ciudad, marcando con su línea de acero el límite exacto desde el puente sobre el río las Ceibas hasta la estación final.
Al sur quedan algunos ranchos dispersos sobre la planicie de Sta. Librada y Campo Núñez. Al norte está Avichente, amplia llanura árida y desolada de resecos pastos naturales donde pequeños grupos de asnos engañan el hambre, y durante la mayor parte del día permanecen inmóviles en profunda meditación bajo la mezquina sombra de los chaparros, que en algo los protege del sol canicular.
Comienza el despertar
Entonces, Neiva era un pueblo pequeño, pastoril y polvoriento, enmarcado todavía en la cultura del siglo XIX, que en la modorra de su calor empezaba a soñar proyectos de modernidad y de la humilde arquitectura del bahareque salta al ladrillo y al cemento, pero, se hace indispensable la materia prima de la arena, providencialmente suministrada en forma generosa y gratuita por los ríos Ceibas y Rioloro. Otra cosa es el problema de su acarreo hasta el lugar de la construcción, por la precariedad del transporte, reducido a poquísimas volquetas, entre ellas las tres de los hermanos Suárez, llamados cariñosamente los “paparos”, que entraban en desigual competencia con los burros areneros de Avichente. Como es natural, las volquetas prestan un servicio rápido y eficiente aunque costoso y sus competidores son los preferidos por su tarifa reducida en un 50 %.
Transporte animal
Este elemental transporte de los burros areneros de Avichente ofrecía un espectáculo exótico y pintoresco, al ver cómo por las desiertas calles de la ciudad desfilaba una larga hilera de jumentos, sin ser perturbados por nada ni nadie, lentos a paso cansino, conducidos de cabestro por su guía. Amarrado a la parte trasera de la silla del primero un lazo halaba a un segundo animal, así sucesivamente hasta el final de una recua de 10-15 o más pollinos cargados con dos cajones repletos de chorreante arena, hasta llegar a su destino en donde eran descargados mediante un sencillo artificio consistente en una cabuya que asegurada a una puntilla, al ser retirada, vaciaba de un solo golpe el contenido del cajón; operación que se repetía hasta el último porteador, regresando para ser cargados de nuevo en un cruel carrusel.
Avanzando un poco en el tiempo de este relato, asistimos a la modernización de la ciudad que entra con entusiasmo al siglo XX. Los servicios públicos mejoran notablemente. Estrenamos los primeros teléfonos domiciliarios. Se inicia un plan de arborización y la carrera quinta es asfaltada desde el parque Santander hasta la calle 21, en donde suspenden trabajos por falta de presupuesto, pese a la generosa propuesta de un ciudadano que ofrece la continuación de la obra hasta el puente de las Ceibas, a costa de su bolsillo, pidiendo como única retribución que esta lleve por nombre: Avenida Juan Bustos. Pero no fue escuchado.
Continuando con este ímpetu cívico, más parecido a una ordalía, fueron arrasados los anonales de arriba de los Mártires. Los tamarindos y los gomos (hoy extintos) del ahora Parque Infantil, privando a la muchachada escolar del goce gratuito de sus frutos, especialmente de los racimos nacarados de los gomos, de dulce mucilago, útil también como pegante natural para las figuritas y recortes en los álbumes infantiles, frutillas siempre consumidas con deleite, pese a la advertencia terrorífica de los mayores que por amedrentar a los chicuelos les anunciaban que también a ellos se les pegarían las tripas.
Habla ‘Pedro Pueblo’
Se acercaba el onomástico de la fundación de la ciudad y como era costumbre se aprestaban los actos de la celebración: alborada con quema de mucha pólvora, misa campal, desfile militar y de las escuelas públicas, actos varios en el parque principal con el discurso de rigor del Sr. alcalde y, por supuesto, el discurso, entre otros, del connotado representante del Cabildo Mpal. Sr. Pedro Pérez, más conocido como ‘Pedro Pueblo’. Era este un conspicuo personaje popular, zapatero de profesión, fanático en su desbordada pasión política, con alguna formación autodidacta y mal digerida, que en imposible puchero dialectico cocinaba a Marx con Proudon y Uribe Uribe. Llegado el día y momento de su actuación, nuestro héroe sube a la tarima situada frente a los balcones de la Gobernación, con desafiante mirada y tono apocalíptico, empieza lo que él creía sesuda alocución sin ser más que una desaforada diatriba. Se dirige a las autoridades asistentes en los palcos preferenciales, citando a cada quien por su nombre y cargo, sin omitir a ninguno en una larga enumeración que le lleva 10 minutos. Luego, entrando en materia, habla así: “Señoras, señores y compañeros de lucha: aunque no merezco el honor que se me ha conferido… (bla bla bla)… efemérides gloriosas… (bla bla bla)… inalienables derechos… (bla bla bla)… pueblo unido jamás será vencido… (bla bla bla)… en la injusticia oficial contra tan abnegado servidor, Yo, en mi condición de ciudadano, presidente del honorable Concejo Municipal, de la Sociedad Protectora de Animales y presidente de Sindarenolvi (Sindicato de Areneros Olvidados), propongo y exijo a las Autoridades Municipales, la inmediata construcción de un monumento en bronce con la estatua y placa conmemorativa que en destacadas letras rece: ‘El Cabildo Municipal de la Ciudad, agradecido por su ingente aporte’”.