1967: El Terremoto
En esta fecha de conmemoración del episodio, DIARIO DEL HUILA ofrece a sus lectores algunos fragmentos del libro 1967: “El Terremoto”, próximo a publicar por la periodista Marta Eugenia López (melopezb@yahoo.com) en el que muchos de cuantos lo vivieron rememoran lo ocurrido aquel día.
Hoy hace 47 años en el Huila se registró un terremoto de 7,2 grados de intensidad en la escala de Richter que causó la muerte a 98 personas, heridas a cerca de 200 y daños considerables en varias poblaciones. La reconstrucción marcó la transformación de Neiva y otros municipios en varios aspectos.
En esta fecha de conmemoración del episodio, DIARIO DEL HUILA ofrece a sus lectores algunos fragmentos del libro 1967: “El Terremoto”, próximo a publicar por la periodista Marta Eugenia López (melopezb@yahoo.com) en el que muchos de cuantos lo vivieron rememoran lo ocurrido aquel día.
El libro es el primero que se publica sobre este hecho. Surgió luego de una seria y profunda investigación sobre lo sucedido, las consecuencias y acciones emprendidas para atender la emergencia, el restablecimiento del orden, la reconstrucción, la vuelta a la normalidad en todo el departamento. Finalmente conlleva a una reflexión sobre si estamos o no preparados para afrontar una eventualidad similar a la del 9 de febrero de 1967.
¡Un terremoto, un terremoto!
A las nueve de la mañana de aquel 9 de febrero, el padre Gutiérrez, rector del colegio Salesiano San Medardo, devolvió a sus casas a los alumnos de sexto grado de bachillerato. Eran pocos y aun no les habían cuadrado los horarios de clase.
Algunos se fueron al centro en busca de textos y libros escolares. Finalizada la clase de Química, única que recibieron ese día de 1967, el profesor Hernando Artunduaga Paredes ofreció llevarlos.
–Un terremoto, un terremoto –gritaron al interior de la Papelería Universidad, contigua a la Catedral de la Inmaculada Concepción de Neiva, frente a la que se bajaron.
Corrieron y en segundos cruzaron hasta el Parque Santander de huida de los ladrillos que se desprendían de las torrecillas del templo. Volaban por todos lados. Las manecillas del reloj se movían. A las 10:26 minutos de la mañana se pararon.
Arrodillados y con las manos en alto, los taxistas de la calle séptima elevaban súplicas al cielo. En el área de los lustrabotas cajas, betunes, cepillos y periódicos se desordenaron.
Ventanas y puertas se bamboleaban
El día había amanecido nublado. Tras devolverse para su casa José Míller ojeaba el libro de cálculo infinitesimal que le vendería a un amigo cuando escuchó un silbido parecido al del viejo motor de un avión Douglas.
Debían ser más de las diez cuando levantó la mirada y aguzó el oído para saber si el ruido que entraba por las claraboyas provenía del descargue de una volquetada de piedras en la esquina de su casa.
Su madre y hermanas también lo sintieron. Asustadas con el estruendo que sobrevino en segundos, salieron de la casa con Corita, la pequinés de Míller, quien en ese mismo instante caía arrodillado con las manos sobre el piso, frente a su cama.
Ventanas y puertas se bamboleaban. Todo se sacudía de un lado a otro, de izquierda a derecha, adelante y atrás, de arriba hacia abajo. Gritó y se dio cuenta de que estaba despierto.
– ¿Dios mío, qué está pasando? Mamáaaaaaa…
Se levantó y corrió hacia la calle. Muebles y porcelanas se paseaban por la sala. En la acera los vecinos intentaban hincarse. Abrazada a su hija menor, su mamá invocaba a la Virgen. Las casas subían y bajaban. De pie junto a la reja sintió que la tierra se hundía. Comprendió entonces lo que estaba pasando.
–La niña, la niña… dijo. Un angustioso grito se ahogó en su garganta.
“Eso no ha de ser nada grave”
Virginia Pinzón y varios compañeros sintieron aquel ruido y se cruzaron las miradas. Laboraban en el segundo piso de la Gobernación, en el centro de la ciudad. El edificio se balanceaba. Empleados y visitantes comenzaron a bajar amontonados por las escaleras.
–Eso no ha de ser nada grave, pensó confiado Reynaldo Duque Motta cuando les oyó decir que se trataba de un terremoto.
–Bajar en tumulto sí que es peligroso, dijo mientras permanecía sentado en su escritorio en la secretaría de Gobierno. El ruido se intensificó en segundos. Sentía como si fuera el tableteo de una ametralladora. La edificación ondeaba, se movía estrepitosamente.
Se levantó de la silla y emprendió carrera. Metido en el tumulto bajó a empujones. Frente a la salida tuvo la impresión de que el edificio se venía a pique. Las cabezas de los leones que adornaban la fachada caían y se despedazaban sobre el piso. Una de ellas casi da sobre un empleado.
De pie, cerca a la puerta, dudó en salir. No se arriesgaba. Pensaba que al fin de cuentas allí estaba más seguro. De las paredes se desprendían terrones. Oleadas de polvo y residuos caían sobre su cabeza. Quienes aún bajaban del tercer piso gritaban. La estructura estaba cediendo.
– Salgo o no salgo, se dijo. Esto es como echar la vida a cara y sello. Debía hacerlo. No tenía alternativa. A su alrededor mujeres y hombres tropezaban, caían. Se agachó. De un tirón levantó a una empleada del suelo. Al incorporase vio al gobernador Max Duque Palma tratando de mantenerse erguido. “Calma muchachos que no pasa nada”, gritaba a voz en cuello. Hacía esfuerzos para evitar que la gente se contagiara de pánico. Las caras de muchos buscaban refugio.
Un segundo después, de un salto Reynaldo llegó a la calle. Se sintió a salvo. Cerca, a menos de cien metros, el Templo Colonial empezaba a derrumbarse.
Fotos/Jorge Álvarez Supelano