Una bailarina del semáforo
Esperanza Marquín tiene todas las noches una cita con la luna. El ruido de las bocinas y el variado público de conductores. Inspirando sonrisas recoge monedas que recoge con su danza y que ahorra sin tener ningún propósito específico.
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Esperanza Marquín es una bailarina de la calle, sus pies no se pueden separar del asfalto como su cuerpo no puede evitar moverse al ritmo de las bocinas de los automóviles y la música que en su cabeza suena. Casi siempre está sonriendo y sus ojos despiertos observan al detalle cada uno de los rostros que se detienen frente al semaforo de la carrera 15 con calle Segunda, cerca a Peter Pan.
Con su coreografía improvisada logra recoger algunas monedas que en la madrugada lleva alegre a casa, cuando ya se siente cansada y el flujo de los autos merma. Desde pequeña baila, es su principal pasión y la forma en que más se relaciona con ese mundo complejo que aplaude o castiga sus expresiones. Siempre peinadita, con algún vestido y zapatos cerrados suele aparecer en la vía, casi no se entiende lo que habla, le encantan las fotografías y está acostumbrada a recibir gran atención.
La noche es su mayor cómplice, al caer el sol su cuerpo le exige cumplir con esa rutina que desarrolla desde hace años. Vive a unas cuadras de esa calle donde suele bailar, al terminar la faena algunos vecinos la acompañan hasta su hogar o ella encuentra en medio de la confusión el camino para retornar. No siempre le ha ido bien, en alguna ocasión una motocicleta estropeo ese cuerpo danzarín, afortunadamente el accidente no pasó a mayores, con unos cuantos puntos en su cabeza Esperanza ya tenía ganas de volver a su cita con el semáforo, la sangre y el llanto de ese momento no la hicieron abandonar sus salidas nocturnas. En casa vive con sus tres hermanos mayores, dos mujeres y un hombre que velan por su cuidado y aprendieron a tolerar su vida de bailarina empírica.
A eso de la media noche, Esperanza regresa a su hogar, aquella casa materna que la vio crecer. En el día desayuna con sus hermanas, riega las plantas del jardín y descansa en ese patio conocido, lleno de flores, amplio y fresco, su segunda pasión es dormir, recarga energías para la danza. Su vida transcurre con tranquilidad, ella se deja atender por sus hermanas que son las que la bañan, la peinan y le colocan el chaleco y la identificación, para que los autos la vean y para que si alguien la encuentra desorientada puedan regresarla a casa.
“Ella de niña era muy bonita, blanca y gorda, muy bonita. Cuando niña tuvo una enfermedad muy grave, los médicos no le dieron esperanza a Esperanza, sin embargo mi madre la llevó a un médico naturista y mire, ahí está, brincando que parece sapo, por allá”, afirmaba Blanca Marquín, su hermana. Esperanza es la menor de 6 hermanos, hija de una familia humilde que se vino de Guacirco a Neiva buscando mejores oportunidades, además es tía de 12 niños, en las reuniones familiares es el alma de la fiesta. Por ser tan glotona está pesando 70 kilos aproximadamente y a pesar de que en casa le tienen una dieta especial, en la calle recibe comida de los simpatizantes, por lo que controlar su peso se ha vuelto un lío.
También sufre de la tensión y tiene un problema en su pierna derecha que amenaza con dejarla inválida en unos años, sus hermanas han buscado acceder a los subsidios para adultos mayores o personas incapacitadas pero a pesar de la gestión desarrollada con eficiencia, aún no han recibido llamado de la Secretaría de Salud. Entre tanto, Esperanza sigue recogiendo monedas en esa esquina de la calle, bailando, iluminada por las luces de los autos y brillando con su chalequito naranja, ella seguirá danzando porque es su vida, nació bailarina y lo seguirá siendo hasta cuando su salud se lo permita.