sábado, 13 de septiembre de 2025
Regional/ Creado el: 2019-11-18 02:56

La Calle 25

Recorrí los andenes donde mi abuela, tías y vecinas salían en las mañanas a barrer con las escobas de rama las hojas de los árboles y la basura dejada el día anterior, y, en donde, en las noches se sentaban al lado de la puerta para comentar los pormenores del día y para disfrutar la brisa que a esa hora se hacía más fresca.

Escrito por: Redacción Diario del Huila | noviembre 18 de 2019

Hoy regresé a la vieja calle. Esa calle amplia y polvorienta en donde pasé los mejores momentos de mi infancia.  Una infancia llena de inocencia, emociones y juegos que inventábamos con las cosas más simples que encontrábamos a nuestro alrededor.  Eran mediados de los 80 y Neiva era una ciudad que crecía lentamente con la construcción de edificaciones y avenidas y, tristemente, con la destrucción de hermosas e históricas casas coloniales, como suele pasar cuando llega la nueva arquitectura.

En mi recorrido, recordé la calle alborotada, llena de niños corriendo de un lado para otro, a veces con una pelota de trapo y, en otras, disfrutando de esos juegos populares que los abuelos y tíos nos enseñaban: tin tin, corre, corre, el escondite, congelados, la gallina ciega, la lleva, el puente está quebrado, quemados, que pase  el rey, entre otros; y los juegos que llegaban por épocas y pasaban como: el trompo, las canicas, yo-yo, yaz y la cometa. Pude percibir nuestros gritos de alegría, que tal vez quedaron impregnados en los árboles y paredes como testimonio de esa época o, simplemente, fueron sonidos que regresaron a mi memoria a consecuencia de la nostalgia que estaba sintiendo.

Un encuentro comunitario

Recorrí los andenes donde mi abuela, tías y vecinas salían en las mañanas a barrer con las escobas de rama las hojas de los árboles y la basura dejadas el día anterior, y, en donde, en las noches se sentaban al lado de la puerta para comentar los pormenores del día y para disfrutar la brisa que a esa hora se hacía más fresca. 

Era un acontecimiento comunitario donde se hablaba, se escuchaba, se compartían las necesidades y surgían ideas que permitieron, entre otras cosas, la organización para pavimentar la calle, construir los sardineles y separadores y la conformación de grupos para, por turnos, prestar vigilancia al sector.  Esos encuentros forjaban lazos de amistad que aún perduran en el tiempo.

Llegué hasta la esquina donde vivía don Juan.  Éste era el punto de encuentro de jóvenes, adolescentes y a veces niños, quiénes atraídos por las historias de amor, deportes y de lo ocurrido en la rumba o aguaelulo de la noche anterior, quedábamos cautivados y, sentados en el suelo o en las piedras, escuchábamos emocionados los relatos de los mayores. Allí escuché por primera vez la música de Francis Cabrel, Franco de vita, Juan Gabriel, Camilo sesto, José Luis Perales y Miguel Bosé y escuché hablar de sexo y de unas revistas suecas para adultos. 

Diagonal a la casa de don Juan, vivía mi primer amor. Una niña delgada, de cabello negro largo y sonrisa angelical, a la que nunca le confesé mis sentimientos, pese a la insistencia de mis amigos y mis continuos ensayos de cómo declararme.

En el camino, me detuve frente a la casa donde vivíamos con mi abuela y mis tíos. En este hogar, mi abuela, quien hizo las veces de papá y mamá, cuidaba de sus hijos y nietos mientras los mayores de la familia trabajaban; la abuela que me amó y educó, pese a sus métodos un poco ortodoxos.  Al ver de lejos el largo pasillo de la entrada, regresé al pasado y me vi corriendo apresurado por la sala buscando la calle, mientras mi abuela me persigue con una chancleta para reprenderme, pero, también pude verla dándome de comer y llevándome remedios a la cama cuando estaba enfermo, con la amorosa dedicación que solo las abuelas saben tener. ¡Qué bellos momentos de crianza!. 

Ensimismados por la tecnología

Abrumado por los recuerdos, al caer la noche me senté en uno de los sardineles de la cuadra, esperando ver salir a los niños que se divertirían jugando en la calle, pero éstos no salieron.  Intrigado me acerqué a varias casas y pude verlos ensimismados por la tecnología, perdidos en universos ficticios, comunicándose con personas extrañas desde sus celulares, desperdiciando la oportunidad de una amistad real; también estaban acompañados de televisores que ocupaban toda la pared de la sala y que acaparan la atención de la familia.

Tampoco salieron las vecinas a dialogar con sus amigas sobre los pormenores del día, por el contrario, se cerraron las puertas para entrar en privacidad con su nuevo mejor amigo, una caja mágica que vende ilusiones.

La calle estaba desolada, solamente se veía, en la esquina de don Juan, a unos chicos que se sentaron a inhalar un frasco de bóxer.  En ese instante, extrañé a la señora Ofelia, la esposa de don Juan, que cuando nos veía haciendo algo indebido en la calle, sin importar que no éramos sus hijos, nos regañaba como si lo fuéramos. De hecho, todas las vecinas se preocupaban por cuidar a los niños de la cuadra, eran mamás comunitarias sin sueldo, solo por el deseo de mantener unido y protegido el vecindario.  

También eché de menos a Popita, la vecina más longeva y amorosa del barrio, que en las tardes se sentaba frente a su casa, recostada en un taburete de madera a conversar con todo el que pasaba por el andén y,  pese a estar casi ciega, en un acto divino, cuando un balón de futbol llegaba a su pies, se agachaba hábilmente a recogerlo y sin problemas llegaba hasta la cocina buscando el cuchillo para romperlo; en algunas oportunidades conciliaba con nosotros y, a cambio de una coca-cola, nos devolvía el balón.  Esta situación se convirtió en un reto y le adicionaba emoción al juego de futbol en la calle, pues no debíamos dejar llegar el balón a los pies de nuestra querida, pero destructora vecina.

Seguí viajando al pasado de mi infancia y recordé el viejo televisor de tubo catódico, que demoraba un poco en encender y para cambiar de canal, que solo eran dos, se hacía con una perilla, que se dañó con el tiempo y tuvimos que usar un alicate para que girara.  Esa caja grande nos mostró, en blanco y negro, un mundo convulsionado por hechos como: la avalancha de Armero, la toma del Palacio de Justicia, el gran triunfo de Lucho Herrera en la vuelta a España, la explosión del transbordador espacial Challenger y, finalizando la década, la caída del muro de Berlín. Sucesos que conmovieron nuestro macondiano día a día. 

A través de esa caja pude ver jugar al futbolista más extraordinario de todos los tiempos, un zurdo magistral que hizo grande a uno de los equipos de futbol más pequeños de Italia y llevó a su selección argentina a ganar su segundo mundial.  

Además, pude soñar siendo un chico del grupo puertorriqueño Menudo, que hacía suspirar a las niñas del barrio y de la escuela y logré, gracias a la caja mágica, ser parte del Team los Magníficos.  También me hizo divertir con la vecindad más parecida a nuestro barrio, con gente popular que, a pesar de las diferencias y necesidades, se las ingeniaban para sobrevivir.  

Así mismo, a finales de los 80,  llegó la revolución de los chicos que vestían de jean y chaqueta y que a su música la llamaron rock en español, entre ellos se destacaron artistas de la talla de Charly García, Soda Stereo, Miguel Mateos, Enanitos Verdes, Los Prisioneros, Hombres G, Mecano y Héroes del Silencio, agrupaciones que con sus composiciones lograron cautivar e inspirar a una nueva generación de músicos colombianos, que más adelante se convirtieron en referente de nuestra música a nivel internacional.

No obstante, y aún con todo lo maravilloso que nos mostraba esa caja, no logró ser más importante que lo que vivíamos con la familia y en la calle con nuestros amigos y vecinos, que los encuentros de barrio en las festividades de San Pedro y navidad, que los paseos de olla al rio baché y los torneos de futbol. Estas actividades siempre fueron fundamentales para nuestro proyecto de vida. 

El falso progreso de la modernidad

Neiva para la época, todavía vivía del recuerdo de los juegos Nacionales realizados a finales de 1980, a raíz de los cuales se logró la construcción de los escenarios deportivos más importantes de la ciudad. Era una urbe tranquila, silenciosa, agradable y segura para caminar; para esos años contaba con un poco más de 180 mil habitantes. 

Un poco triste, me alejé del barrio caminando hacia la avenida segunda o Avenida Pastrana como la conocíamos en mi época de vivencia en el sector.  La calle 25, como la ciudad, habían cambiado.  La cuadra donde crecí es ahora un lugar descuidado y frío, con puertas cerradas y casas enrejadas, con vecinos que viven indiferentes a la realidad.  Por su parte, Neiva es una ciudad insegura, ruidosa, con serios problemas de movilidad, con un alto índice de desempleo y con una población que sobrepasa los 400 mil habitantes.

La noche era fresca y clara, gracias a la luna llena que se posó  sobre el firmamento, con mucha precaución decidí regresar a casa caminando.  Mientras caminaba y me acercaba a la obra del intercambiador vial de la Universidad Surcolombiana, concluí que el progreso del que tanto nos hablan, no debería estar ligado solamente a la construcción de puentes, centros comerciales, conjuntos residenciales y calles más llenas de autos, debería incluir principalmente mejores condiciones en la calidad de vida de las personas, en la convivencia, en la seguridad, en la calidad del aire, en el respeto a las zonas verdes como espacios para el esparcimiento y unión familiar.

Este falso progreso que trae la modernidad es la Caverna de la que nos habla José Saramago, y que ha llevado a la extinción de lo cotidiano, que impide la construcción de un tejido social en comunidad y para la comunidad, donde reina el individuo y no la sociedad.

Es bueno avanzar, pero de manera transversal, sin olvidar que quienes habitan en los conjuntos residenciales y visitan los centros comerciales son personas y como humanos necesitamos mucho más que “cemento” y “aparatos tecnológicos” para ser felices.  Ojalá la tecnología no nos gane esta partida y los niños vuelvan a ser niños, como lo fuimos y no autómatas como hoy los vemos.