El Renault de la gallina criolla
A bordo de un carro Renault modelo 74 viajan un par de ollas indias, unos termos de icopor, unas canastas de gaseosa. Es el negocio de 'Las Gordis', así las llaman, un legado que les dejó su papá, la historia de más de 28 años "trabajando con gallina sudada".
Entorno al carro donde siempre hay bromas y risas, se sentó la tercera entrega de la serie periodística Negocios Rodantes, las historias detrás de los emprendimientos sobre ruedas.
Gallina de la colorada, dice Ester. Ese es su producto, o el principal. El tránsito es constante y las luces amarillas del alumbrado público le dan brillo al caldo de gallina que se toma la madre junto a su hija, el padre junto a su esposa y su hijo, el hombre solo. Ester Gutiérrez León, su hermana Yolanda y su cuñado atienden a los comensales que no paran de llegar al restaurante nocturno que improvisan cada noche sobre la calle octava con carrera sexta, en el centro de Neiva.
Es de noche, siempre es de noche cuando el Renault rojo, modelo 74, se parquea allí y abren la puerta de su baúl. Al menos una docena de banquitos de plástico se han dispuesto muy cerca a la pared de lo que fue el teatro Cincuentenario, hoy un almacén de ropa a bajo precio llamado Tierra Santa. Para Ester, no hay respuesta sin frase que genere risas y en medio del ajetreo, de servir, cobrar y charlar con sus clientes, ha decidido contar la historia de sus noches, las noches del negocio que la gente llama ′Las Gordis′ sin que ellas le hayan puesto nombre.
Javier Bonilla hace dos años les compra lo mismo cada vez -casi todos los días las visita-. "Me gusta la pierna (risas), es rica la gallina" expresa en tono jocoso. Es taxista y come rápido, se sienta al lado del automóvil y en menos de diez minutos ha terminado el plato que contiene arroz, yuca, papa y por supuesto, su pernil. A su voz se le unen más. "Cada vez que vengo al centro y se me hace tarde, vengo aquí. Es bueno", cuenta una joven mientras paga su pedido. Su madre la acompaña. "Trabajan honradamente y le calman el hambre a uno", dice la señora.
Ester, de cabello abundante y rizado, una mujer jovial de cincuenta años, detalla que así como hay personas que se sientan gustosamente solos o con su familia a disfrutar de la comida que venden, también hay quienes pasan y piden para llevar. "Les da penita que los vean en la calle comiendo", confiesa. Ya tiene clientes tan fijos que admira que no se canse de comer todos los días lo mismo, nombra a un señor que vende helados.
28 años de gallina sudada
Aunque hace cinco años Ester y su equipo se parquean en el punto descrito, hace 28 viven "del negocio de la gallina sudada". Su padre fue el pionero cuando vendía sancocho y servidos (platos con arroz, la presa y los llamados cocidos) en la Plaza de San Pedro. Luego conoció a quien sería la madre de sus hijos y ella se unió a su trabajo, con las ganancias crió a una familia de dos hijas y un hijo. Cuando él enfermó, su esposa asumió y se ubicó en frente de los Almacenes Yep, sobre la carrera quinta del centro de la capital huilense. Junto a sus descendientes vendieron allí también.
En 2006 compraron el carro con un dinero que prestaron para ir pagando cada día. Pero antes de eso intentaron ser una empresa con local fijo pero no les resultó. Así que se ubicaron allí cerca al semáforo, a la droguería, a la gente que debe pasar por ese punto luego del trabajo, muy cerca a la carrera séptima donde pueden abordar la ruta del bus que los llevará a casa. Y aunque la mamá ya casi no está ahí con ellas, no hay día -narra Ester- que alguien no la pregunte.
Yoli, como le dicen a Yolanda, habla menos, pero es enfática en que no se puede contar "la fórmula". Entre quince y catorce gallinas son vendidas cada día. Las traen de Cali y su carne es tierna, de ese sabor auténtico de los platos tradicionales bien condimentados y gustosos. Seis mil pesos la presa de pechuga, cinco mil pesos el pernil o la rabadilla, tres mil pesos el ala y dos mil pesos la costilla y el pescuezo. "Tenemos precios para todos los bolsillos", afirma.
Todos los días son buenos para ellas y el hombre que las acompaña. El hermano, cuentan entre risas, es el administrador "porque no hace sino mandar". Sus jornadas empiezan sobre las seis y media de la mañana y son de adobar las gallinas, pelar la papa y la yuca, picar cebolla, y todo lo relacionado con las preparaciones. En fin les dan "pa′ comer, pa′ servicios, pa′l colegio". A las seis y media, pero de la noche ya están listas para atender a sus clientes. Tres horas luego deben recoger sus cosas para cerrar el baúl y dirigirse a la casa paterna en el barrio Los Mártires.
′Las Gordis′ y ′el buen mozo′ que deleitan a vendedores del centro de Neiva cada noche, taxistas, mototaxistas y transeúntes en general, no se percatan mucho de los cambios de tono del semáforo cercano. El pasar del tiempo les dice que sus hijos deben tener "otro futuro" y entonces ellas serán la segunda y última generación de la gallina sudada a bordo de un viejo carro y sus ollas indias. El verde indica que habrá un nuevo amanecer en el que ellas seguramente estarán riendo.